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SPAGHETTI  
Emílio Rodrigué

Este es un cuento que tiene que tener un sentido que precisa de ser descifrado, pero que tiene cara de fábula lafontainica posmoderna.

La escena verídica acontece el 31 de diciembre de 2007 a las 6 de la tarde cuando decido bajar a la piscina de mi hotel Ondina Apart. Iba con mi spaghetti para hacer un poco de hidrogimnasia. Una media hora, calculé. ¿Cómo estaba? Este es uno de los puntos a descifrar porque no sé bien como estaba. La mejor aproximación sería decir que andaba entre fascinado y espantado. Me atraía la idea de pasar Reveillon solo como una ostra, pero esa soledad me metía miedo, casi supersticioso. En los tiempos solitarios el tiempo se alarga increíblemente, el minutero del reloj se traba.

Bien, bajo a la piscina con una toalla, el spaghetti y las llaves de mi apartamento. Tiro el spaghetti en la piscina, me doy vuelta para colocar las sandalias junto a la silla y, cuando levanto la mirada, constato que el spaghetti desapareció, como por arte de magia. Miro y miro y nada y comencé a rascarme la cabeza. No estaba preparado para un pase de magia. ¿Será que 2007 quiere despedirse con una pirueta abracadabrica? Pero de pronto constato que un muchachón gordo y grandote me sonríe con una amplia sonrisa. Él estaba sentado a caballo sobre mi spaghetti.    

¿Qué hacer?    

Me zambullo, doy un par de brazadas y me acerco. Visto desde el nivel de la piscina el tipo parecía más grande y gordo. Su envergadura escondía mi spaghetti.   

Dámelo, dije, entre serio y  sonriente.   

Él sonrió y no me dijo nada. Se acercó y amplió su sonrisa. De cerca tiene más de 20 años.   

Dámelo, repetí.   

Él no dijo nada y nuevamente se acercó, casi cheek to check, con una sonrisa cada vez más extraña, posiblemente boba.  

Mi saber psiquiátrico me alertó que el tipo podría ser más loco que una piedra.   

¡Dámelo!    

Nada.   

¿Qué hacer?    

Mi desconcierto era total. Tomé distancia, me alejé hacia el centro de la piscina. Había algo familiar en esa escena y de pronto recordé. Yo con siete u ocho años, en la Plaza San Martín. Estaba jugando con unas figuritas y de pronto dos chicos llegan y se llevaron mis figuritas. Sensación de despojo, de así-no-vale.   

Me acerco, dámelo, nada.    

Era un crepúsculo tropical. El agua de la piscina estaba casi caliente. Una luna llena iluminaba la arena.   

¿Qué carajo hago? ¿A quién recurrir?   

Al lado hay un bar en forma de cabaña. Salgo de la piscina, voy al bar y le digo al barman que quiero hablar con un agente de seguridad del hotel. Me pasa el teléfono y dice: “Disque 9”. Antes de discar hago una pausa porque la situación esta vez me recuerda una historia tal vez  verídica. Ocurrió en la frontera de Francia con Suiza.  El motorista conducía un volkswagen rojo. Las barreras del tren estaban cerradas. Parece ser que hubo un accidente en el tren. Pasaron más de 10 minutos,  las barreras seguían cerradas y el tren sigue estacionado. De pronto el motorista ve a un elefantito caminando por las vías del tren que viene y se sienta en el capot de su volkswagen rojo, abollando la carrocería y quebrando un faro. El accidente fue en un vagón del circo donde estaba el elefantito. Éste finalmente es retirado por el personal del circo y las barreras se levantan. Cae la noche, el motorista reanuda su camino. Poco kilómetros dentro de Suiza un policía para el coche por sólo tener un faro encendido. Frente al policía el motorista se dispone a contar lo ocurrido, pero su buen tino lo lleva a callarse. ¿Qué pasaría si  explica que un elefantito se sentó en el capot de su coche? Hay cosas que son indecibles.  

Me parece indecible decirle al agente de seguridad que venga porque un hombrón no quiere devolverme mi spaghetti.    

Me zambullo una vez más en la piscina. El loco de piedra sigue a caballo en mi spaghetti. Hay una media docena de chicos que han seguido todas las peripecias de cerca. Una niña de unos 10 años viene y me dice: “Él no es muy normal”. Pero duda, no quiere entrar en el enredo. Mi lado astuto percibe el dilema que podría dirimirse de la siguiente forma: ¿quién esta más rayado, el muchacho que robó el spaghetti o el abuelo que lo usa?   

Quedamos en silencio. Para quebrarlo le pregunto a la niña: “¿Qué hago?”     

La madre está ahí, ella me dice, mostrándome la Sala de Juegos que linda con la piscina. Voy a la Sala y, cuando entro, una señora cuarentona está jugando al snooker. Cuando me ve corre a mi encuentro y me abraza diciendo: “¡Querido doctor Rodrigué, cuantos años!    

La miro absorto.

¿No se recuerda de mí? 

No, no me recuerdo de ella. 

Su hijo, comienzo a decir… 

¿No se recuerda de él?  

No.  

Cómo? Si usted lo analizó. Era un caso de autismo. Usted publicó el caso de mi hijo Raulito. Su memoria está fallando, doctor. ¿Cómo es posible que no se recuerde de él?   

Autismo versus Alzheimer.    

Fin de la historia. Fábula sin moralejas, pero con resonancias. Una de ellas es las vueltas de la vida. Otra, soledad e ironía. Otra, la mamá de Raulito resultó ser sexy. Así hablaba El Solitario del Spaghetti casi Perdido.     

Conforme nos conta seu amigo Sergio Rodriguez, este foi o último conto de Emilio Rodrigué, falecido a 21 de fevereiro, com cerca de 85 anos de idade.